martes, 4 de septiembre de 2007

El poder y la formación de lectores en la escuela.

Reflexiones en torno al papel de los directores en la formación de lectores

Por Daniel Goldin

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2. Aprendizaje de la lectura y la escritura en la escuela y el aprendizaje escolar a través de la lectura y escritura, o desenredado la madeja

El conjunto de factores que determinan los usos escolares de la palabra escrita (y por tanto las forma en que la escuela enseña de manera práctica a leer y escribir) semeja, por su complejidad, una madeja enmarañada, y por su funcionalidad, un sistema en el que cada factor refuerza a los demás.

Al tratar de desenredar la madeja, y de nueva cuenta ayudados por Delia, podemos distinguir cinco categorías: (3)

  1. Inherentes a la función propia de la escuela.
  2. Creencias o costumbres pedagógicas fuertemente arraigadas.
  3. Relativas a la disponibilidad de textos.
  4. Relativas a la valoración social de la lectura y la escritura.
  5. Relativas a la formación de los maestros.

Repaso someramente esta clasificación:

1. Inherentes a la función propia de la escuela

La obligación de cubrir programas, pues la escuela debe transmitir una cantidad importante de información validada por las autoridades en los más diversos campos del conocimiento. Esto es foco de múltiples tensiones y conflictos, y en parte por esto se ve impelida a privilegiar la enseñanza sobre el aprendizaje. Eso afecta notablemente porque la lectura se queda en una cuestión superficial, porque se puede dar poco espacio a la profundización sobre los textos u objetos de conocimiento y sobre todo le resta tiempo didáctico a experiencias de lectura y escritura en profundidad.

La definición escolar del conocimiento y la transformación de los objetos de conocimiento de las ciencias en objetos de enseñanza. En función de la organización cotidiana del trabajo de enseñar, parece requerir temas delimitados, enunciables. Por ejemplo, al enseñar a leer se tiende a enseñar una secuencia de letras, sílabas o palabras, más que a interpretar el sentido de la lectura. Al desarrollar una unidad de ciencias, se suele destacar la definición formal en términos nuevos en vez de propiciar un proceso investigativo para llevar a comprender los conceptos.

La dificultad para aceptar la diversidad en el interior de la escuela tiene que ver con los otros factores que señalado antes y contribuye a ensanchar la brecha entre el conocimiento escolar y el conocimiento social y/o cotidiano.

La responsabilidad de evaluar los aprendizajes, pues la escuela no sólo debe transmitir conocimientos. Debe conocer los resultados de su accionar, necesita evaluar los aprendizajes. Como señala Delia Lerner: esta necesidad —indudablemente legítima— suele tener consecuencias indeseadas, tanto en la enseñanza propiamente de la lectura y la escritura como en los otros campos. Por ejemplo, hacer énfasis en la ortografía más que en otros aspectos de la escritura de mayor complejidad y sin duda más importantes en la formación de un usuario de la cultura escrita, como la capacidad de organizar y exponer un texto, o privilegiar los cuestionarios cerrados, puesto que la determinación de una respuesta como correcta o incorrecta es más funcional para la necesidad de evaluar.

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  • (3) La clasificación que sigue esta inspirada en el análisis de Lerner que paraece en el texto “Renovación de prácticas pedagógicas en la formación de lectores y escritores” publicado por Lectura y vida, Ano 15 No. 3. He añadido algunos elementos. De igual forma he tomado de Delia Lerner la idea de que los problemas están concatenados, al igual que las soluciones.

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Reflexiones en torno al papel de los directores en la formación de lectores

Por Daniel Goldin

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Como señala Martine Poulain, en la presentación de un interesante libro sobre biografías lectoras:

  • La lectura es reactiva, siempre está inserta en las necesidades de construcción de uno mismo, siempre está pensada como una forma de ida y regreso de uno mismo con los otros. Los relatos de vida escenifican siempre la experiencia del otro, en particular de los familiares cercanos. Escenifican siempre las modalidades del encuentro con lo escrito, los lugares, las circunstancias, las finalidades. Llevada a cabo por un individuo, la lectura es sin embargo profundamente social, y se describe siempre en relación con una exterioridad.

  • Lo que es más paradójico aún: los mismos entornos (la familia, la escuela, la prisión), los mismos imperativos (vivir, forjarse una identidad, trabajar, distraerse, dormir), las mismos cargas psíquicas (comprender el mundo, educar a los hijos, comportarse con los demás, defenderse) suponen o conllevan la voluntad de leer o, al contrario, la voluntad de no leer. Frente a las necesidades vitales o existenciales algunos buscan un sostén, una ayuda, una respuesta en la consulta de lo escrito, mientras que otros buscan otras iniciaciones, otros medios, otras comprensiones, otros olvidos.

  • Los placeres o displaceres de los textos, los enriquecimientos o empobrecimiento resentidos, las necesidades o vacíos sentidos no tienen que ver solamente con los lectores o con los escritos, sino con los momentos del encuentro con la espera traída por el lector en un momento dado de su vida. (1)



Numerosas instituciones educativas, públicas y privadas y de todos los niveles, comparten la preocupación por la escasa competencia lectora de su integrantes. Paralelamente se han generado muchos estudios que señalan que son factores ajenos a la escuela los que determinan las conductas lectoras.

¿Cómo puede la escuela enfrentar la constatación de que el éxito o fracaso en la formación de lectores está en gran medida relacionado con factores extraescolares, o para decirlo con una idea lapidaria y polémica de Jean Hebrard que la formación lectora tiene mucho más que ver con la herencia que con la educación?

Me parece que es un señalamiento que pone en entredicho a la escuela, y que ninguno de nosotros puede admitir ni negar con facilidad. Es un golpe que obliga a repensar la escuela y su papel en la educación, tanto más cuanto que no hay ninguna otra institución en la que se pueda depositar hoy la tarea de la formación de lectores y escritores.

Urge pues analizar las condiciones por las cuales la escuela no puede cumplir cabalmente la misión que le estamos confiriendo. Es un primer paso para poder repensar el acercamiento escolar a la cultura escrita. Se trata de ver cómo “a pesar de las dificultades y contando con ellas”, para usar una expresión de Delia Lerner, la escuela puede enfrentar esa responsabilidad. (2)

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  • (1) Prólogo a Michel Peroni, Histoires de lire.Lecure et parcours biographique. Bibliotheque publique dínformation. Centre Georges Pompidou,.Paris, 1988. La edición en español de este título está próxima a aparecer en la colección Espacios para la lectura, publicada por FCE con el título Historias de lectura

  • (2) Las múltiples citas y referencias a la obra de Delia Lerner provienen de artículos publicados en revistas especializadas de difícil acceso en México, todos ellos aparecerán recopilados en Leer y escribir en la escuela. Lo real, lo posible y lo necesario, de próxima aparición en la colección Espacios para la lectura del FCE.

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Por Daniel Goldin

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En el mundo agitado de hoy todo parece cambiar a ritmo muy acelerado. La caducidad no sólo es una condición de los objetos que producimos. Parece ser también de los valores y conocimientos. De hecho, día con día cada uno de nosotros se siente amenazado de ser desechado, perder su lugar en el espacio laboral, social o familiar. En la actualidad se genera más información que nunca antes. Ninguna institución educativa puede conformarse con transmitir los conocimientos actuales. Debe preparar a los alumnos para que continúen aprendiendo una vez que han dejado la escuela. Esto le exige formar lectores y escritores autónomos.

Ser usuario pleno de la cultura escrita implica saber dónde y cómo buscar la información necesaria. También saber discernir entre polvo y paja, en qué vale la pena detenerse y qué sólo amerita un vistazo rápido. Significa poder usar la palabra escrita para argumentar, exponer, rebatir y comunicarse. Implica estar en condiciones de conocerse y de conocer realidades diferentes. También dejarse llevar por la lectura y desconocerse en un mar de emociones sorprendentes, cuestionarse y (re)ubicarse. Frecuentar diversos textos —fáciles y laboriosos— y comprender las relaciones que éstos establecen con otros textos y con sus autores; de los autores con otros autores o con sus contextos; entender los mensajes implícitos; dominar códigos de diferentes discursos... Hoy también implica manejar ciertas tecnologías, lo que en sí mismo exige una constante y casi irracional renovación.

¿Cuántos de los cientos de miles, de los millones de estudiantes y egresados de nuestro sistema educativo pueden considerarse usuarios plenos de la cultura escrita? Es difícil responder a una pregunta de este tipo, entre otras razones porque los criterios para determinar el número de usuarios plenos de la palabra escrita son bastante más complejos y difíciles de instrumentar que los que se usan para determinar el de alfabetizados.

Sin embargo no creo aventurado decir que existe sólo un número muy reducido de ellos. Para no hablar de los otros cientos de miles que fueron expulsados de la escuela, muchos de ellos precisamente por no haber logrado adquirir un mínimo dominio de la lengua escrita.

La constatación de que no basta ser egresado del sistema escolar para ser un usuario pleno de la cultura escrita obliga a preguntarse cómo y dónde se forman éstos. No es una tarea sencilla. Ni siquiera ha sido posible definir con precisión las razones que llevan a unas personas a frecuentar los libros y la lectura, y a otros a rechazarla. A estas tareas se han abocado muchos especialistas. No es clara la respuesta. Y la llave mágica que todos buscan parece escabullirse: no hay una fórmula que abra todas las puertas.

Al parecer es sumamente difícil, si no imposible, identificar en abstracto un conjunto de razones que conducen a la lectura o que nos alejan de ella. En efecto, las razones de leer no pueden aislarse de los lectores.

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1. Una imposibilidad imposible de aceptar

Me han pedido que hable sobre el papel de los directores en la formación de lectores en el interior de la escuela.

El tema es vasto y convoca de entrada dos cuestiones ineludibles que estarán presentes a lo largo de mi plática y que creo necesario dejar asentadas:

El sentido de la lectura y la escritura en la escuela y fuera de la escuela.
El papel de la autoridad en el seno del sistema escolar.
En ambos temas gravita, de manera inevitable, el espacio extraescolar y, en particular, la función de la escuela en el desarrollo social, entendido como la tensión entre cambio y mantenimiento del orden existente. En otras palabras, el asunto no puede ser planteado en abstracto, haciendo caso omiso de las circunstancias particulares en las que estemos inmersos y de la posición asumida ante ellas. De manera que, para decirlo con claridad, el tema ya no sólo es vasto; también es profundo, conflictivo y, me atrevo a afirmar, importante. Tal vez mucho más de lo que en principio se puede concebir.

Me han hecho saber que en este seminario se busca desarrollar un perfil para la escuela urbana y específicamente para la del Distrito Federal, que ahora quiere dejar de ser modelo para todos y busca su propia identidad. ¡Enhorabuena! Ya era tiempo de que los habitantes de la capital dejáramos de tener sobre nuestros hombros la carga de ser El Modelo y que procuráramos pensar en la identidad propia, en nuestras necesidades y problemas. Es algo que agradecen en otras ciudades y, desde luego, también en la capital. Esto es una señal clara de que las cosas cambian, están cambiando, van a cambiar. Aunque no a la velocidad y en el sentido que todos quisiéramos. No sólo por la ya añeja resistencia de la realidad a casar con nuestros deseos. También porque en una sociedad cada día más plural, los deseos de unos no coinciden con los de otros y estamos obligados a negociar. Conviene tenerlo presente cuando trabajamos en la formación de lectores.

Para comprender mejor el tema que abordamos es necesario cobrar conciencia de la historia en la que estamos inmersos y que estamos forjando, alejarnos de nuestra circunstancia más cercana y adquirir una perspectiva más amplia que nos permita ver las transformaciones de la educación en la larga duración. Leer y escribir hoy y en una urbe como la nuestra no quiere decir lo mismo que hace 100 o 400 años. Y enseñar o aprender estas prácticas implica nuevos problemas y retos, a pesar de que hoy, como hace 400 años, la lectura y la escritura ocupan un lugar central en la educación.

A principios del siglo XX, para el sistema educativo la distinción más importante era entre el analfabeto y la persona alfabetizada. El 80% de nuestra población no sabía leer, pese a que la Constitución de 1917 estipulaba la obligatoriedad de los tres primeros años de la educación primaria. El Estado dedicó muchos esfuerzos a la alfabetización, entre otras cosas porque sólo así se podría consolidar él mismo y sus instituciones, y garantizar un mínimo desarrollo económico.

En el siglo XXI —puesto que ya estamos en él— (y a pesar de que aún hoy la lacra del analfabetismo no se ha erradicado) la distinción fundamental que debe marcar las pautas de la educación no es entre analfabetos y alfabetizados, sino entre personas que “pueden leer y escribir” su nombre o un texto simple (un recado, por ejemplo), y usuarios plenos de la cultura escrita. Es más, me atrevo a sugerir que las diferencias entre un lector precario y un usuario pleno de la cultura escrita son más decisivas para determinar las formas de participación social que las diferencias habidas entre ese lector precario y un analfabeto.

La palabra escrita envuelve a cada habitante del entorno urbano. Apenas hay resquicios donde no las encontremos: marquesinas luminosas, grafittis, letreros y señales de tránsito, periódicos, volantes, bandos, propaganda política y anuncios comerciales. Son escrituras que cruzan el espacio público. En el espacio privado, haya o no libros en casa, también nos encontramos siempre con palabras escritas. La palabra escrita es necesaria para consumir, para el recreo, para trabajar, para cubrir trámites, para girar o recibir instrucciones, para protestar, para comunicarnos, entender y participar en el mundo. Esa urdimbre de palabras está construida por los más diversos actores, pues en una ciudad como la nuestra, en el engañoso rubro de alfabetizados, conviven personas con prácticas y competencias lectoras extraordinariamente disímbolas.

Y lo cierto es que, al contrario de los discursos catastrofistas en torno al futuro del libro y los lectores, en nuestra sociedad la palabra escrita ocupa un lugar cada vez más central en la vida política, cultural, social o económica. Es tal la diversidad de prácticas de lectura, tan compleja la red de discursos, que simplemente saber leer y escribir no asegura de hecho la participación en la vida social, económica o política. Intervenir en la vida social exige competencias lectoras y escritoras cada vez de mayor complejidad.

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(Conferencia pronunciada en Oaxtepec, Morelos, el 29 de enero de 2000, en el foro de análisis "Líderes educativos: por una nueva escuela urbana", organizado por la Subsecretaría de Servicios Educativos para el Distrito Federal.)

Para Elsie Rockwell y Delia Lerner, con agradecimiento


Agradezco a las autoridades de la Subsecretaría de Servicios Educativos para el Distrito Federal la oportunidad de hablar con ustedes, directores de escuelas de nuestra ciudad. Esto es algo que ciertamente jamás habrían podido imaginar los directores de los colegios donde yo estudié.

Hasta donde mi memoria es fiel, al menos desde que tenía seis años me he peleado con la escuela y mis relaciones con maestros y directores, sin haber llegado nunca a extremos, han sido, por llamarlas de alguna forma, conflictivas, en el sentido en que son conflictivas las relaciones en un matrimonio. Es decir: de amor y odio, nunca de indiferencia.

Sin duda, al principio esta pelea debe haber sido causada por mi natural propensión a pajarear, que desde un ángulo pudo ser vista como incapacidad para concentrarme y desde otro como facilidad para abstraerme y seguir mis pensamientos o ensoñaciones a pesar del ruido externo. Desde luego fueron pocos los profesores que la vieron como esto último y me creé la fama de que, a pesar de que lograba pasar con relativa solvencia las evaluaciones, padecía desinterés por el estudio.

En la adolescencia, cuando se definió mi vocación por la escritura y la literatura, los conflictos se fueron exacerbando. Percibía tan distintas la experiencia literaria que tenía al frecuentar libros, acudir a talleres de poesía o conversar con los amigos, de las que provocaba el estudio de la literatura en la escuela que, cuando el contraste se hizo de plano insostenible, no tuve más remedio que aceptar el consejo de mi maestra en el sentido que debería dedicarme a otra cosa. Y efectivamente lo hice. Escapaba cuando podía de sus clases y me iba a la biblioteca a leer, con frecuencia en voz alta, los libros de poesía que editaba Joaquín Mortiz o a pergeñar poemas que nunca lograron convencer a mis impasibles amores imposibles.

No hubiera pasado de ser un conflicto más o menos común entre los escritores y amantes de la literatura si no fuera porque también desde que estaba en la escuela me interesó pensar en la educación, tal vez porque desde siempre me preocupó mi entorno y vi que la mejor manera de cambiarlo era trabajar en la educación.

Pero en la vida todo se paga, como dice la sabiduría popular. Por amor a la literatura decidí trabajar en una editorial. Hacer libros me condujo a pensar en la formación de lectores y esto indefectiblemente me condujo de nuevo a la escuela. Hace mucho tiempo que pienso obsesivamente en los problemas relacionados con la formación de lectores, tanto que cada vez tengo menos tiempo de escribir o leer literatura.

De hecho, desde que dejé la escuela me di cuenta de que me gustaba mucho estudiar. En eso invierto gran parte de mi tiempo libre. Lo que voy a tratar aquí tiene que ver con esos estudios.

He querido relatarles esto porque me interesa que tengan presente que mi reflexión, aunque es conceptual, tiene un fuerte contenido biográfico y vivencial. De hecho busca generar eso: vivencias distintas y enriquecedoras en el estudio, la lectura y la escritura.

Este texto debe mucho más de lo que reflejan las notas al pie de página a dos autoras que han sido fundamentales para comprensión la cultura escrita en la escuela y las posibilidades de transformación. Ellas son Elsie Rockwell y Delia Lerner. La perspectiva de Elsie me ha sido de capital importancia para comprender que para transformar la educación es necesario conocer lo que verdaderamente pasa en la escuela, que suele ser muy diferente de lo que reconocen los programas educativos. La clara visión de Delia, para ver como a pesar de la dificultades y contando con ellas se puede transformar. Va para ellas mi reconocimiento y gratitud. Creo que la mejor forma de hacerlo es recomendarles a ustedes que las lean y discutan en sus propias escuelas.