martes, 4 de septiembre de 2007

El poder y la formación de lectores en la escuela

Reflexiones en torno al papel de los directores en la formación de lectores

Por Daniel Goldin

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1. Una imposibilidad imposible de aceptar

Me han pedido que hable sobre el papel de los directores en la formación de lectores en el interior de la escuela.

El tema es vasto y convoca de entrada dos cuestiones ineludibles que estarán presentes a lo largo de mi plática y que creo necesario dejar asentadas:

El sentido de la lectura y la escritura en la escuela y fuera de la escuela.
El papel de la autoridad en el seno del sistema escolar.
En ambos temas gravita, de manera inevitable, el espacio extraescolar y, en particular, la función de la escuela en el desarrollo social, entendido como la tensión entre cambio y mantenimiento del orden existente. En otras palabras, el asunto no puede ser planteado en abstracto, haciendo caso omiso de las circunstancias particulares en las que estemos inmersos y de la posición asumida ante ellas. De manera que, para decirlo con claridad, el tema ya no sólo es vasto; también es profundo, conflictivo y, me atrevo a afirmar, importante. Tal vez mucho más de lo que en principio se puede concebir.

Me han hecho saber que en este seminario se busca desarrollar un perfil para la escuela urbana y específicamente para la del Distrito Federal, que ahora quiere dejar de ser modelo para todos y busca su propia identidad. ¡Enhorabuena! Ya era tiempo de que los habitantes de la capital dejáramos de tener sobre nuestros hombros la carga de ser El Modelo y que procuráramos pensar en la identidad propia, en nuestras necesidades y problemas. Es algo que agradecen en otras ciudades y, desde luego, también en la capital. Esto es una señal clara de que las cosas cambian, están cambiando, van a cambiar. Aunque no a la velocidad y en el sentido que todos quisiéramos. No sólo por la ya añeja resistencia de la realidad a casar con nuestros deseos. También porque en una sociedad cada día más plural, los deseos de unos no coinciden con los de otros y estamos obligados a negociar. Conviene tenerlo presente cuando trabajamos en la formación de lectores.

Para comprender mejor el tema que abordamos es necesario cobrar conciencia de la historia en la que estamos inmersos y que estamos forjando, alejarnos de nuestra circunstancia más cercana y adquirir una perspectiva más amplia que nos permita ver las transformaciones de la educación en la larga duración. Leer y escribir hoy y en una urbe como la nuestra no quiere decir lo mismo que hace 100 o 400 años. Y enseñar o aprender estas prácticas implica nuevos problemas y retos, a pesar de que hoy, como hace 400 años, la lectura y la escritura ocupan un lugar central en la educación.

A principios del siglo XX, para el sistema educativo la distinción más importante era entre el analfabeto y la persona alfabetizada. El 80% de nuestra población no sabía leer, pese a que la Constitución de 1917 estipulaba la obligatoriedad de los tres primeros años de la educación primaria. El Estado dedicó muchos esfuerzos a la alfabetización, entre otras cosas porque sólo así se podría consolidar él mismo y sus instituciones, y garantizar un mínimo desarrollo económico.

En el siglo XXI —puesto que ya estamos en él— (y a pesar de que aún hoy la lacra del analfabetismo no se ha erradicado) la distinción fundamental que debe marcar las pautas de la educación no es entre analfabetos y alfabetizados, sino entre personas que “pueden leer y escribir” su nombre o un texto simple (un recado, por ejemplo), y usuarios plenos de la cultura escrita. Es más, me atrevo a sugerir que las diferencias entre un lector precario y un usuario pleno de la cultura escrita son más decisivas para determinar las formas de participación social que las diferencias habidas entre ese lector precario y un analfabeto.

La palabra escrita envuelve a cada habitante del entorno urbano. Apenas hay resquicios donde no las encontremos: marquesinas luminosas, grafittis, letreros y señales de tránsito, periódicos, volantes, bandos, propaganda política y anuncios comerciales. Son escrituras que cruzan el espacio público. En el espacio privado, haya o no libros en casa, también nos encontramos siempre con palabras escritas. La palabra escrita es necesaria para consumir, para el recreo, para trabajar, para cubrir trámites, para girar o recibir instrucciones, para protestar, para comunicarnos, entender y participar en el mundo. Esa urdimbre de palabras está construida por los más diversos actores, pues en una ciudad como la nuestra, en el engañoso rubro de alfabetizados, conviven personas con prácticas y competencias lectoras extraordinariamente disímbolas.

Y lo cierto es que, al contrario de los discursos catastrofistas en torno al futuro del libro y los lectores, en nuestra sociedad la palabra escrita ocupa un lugar cada vez más central en la vida política, cultural, social o económica. Es tal la diversidad de prácticas de lectura, tan compleja la red de discursos, que simplemente saber leer y escribir no asegura de hecho la participación en la vida social, económica o política. Intervenir en la vida social exige competencias lectoras y escritoras cada vez de mayor complejidad.

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