martes, 4 de septiembre de 2007

El poder y la formación de lectores en la escuela

Reflexiones en torno al papel de los directores en la formación de lectores

Por Daniel Goldin

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En el mundo agitado de hoy todo parece cambiar a ritmo muy acelerado. La caducidad no sólo es una condición de los objetos que producimos. Parece ser también de los valores y conocimientos. De hecho, día con día cada uno de nosotros se siente amenazado de ser desechado, perder su lugar en el espacio laboral, social o familiar. En la actualidad se genera más información que nunca antes. Ninguna institución educativa puede conformarse con transmitir los conocimientos actuales. Debe preparar a los alumnos para que continúen aprendiendo una vez que han dejado la escuela. Esto le exige formar lectores y escritores autónomos.

Ser usuario pleno de la cultura escrita implica saber dónde y cómo buscar la información necesaria. También saber discernir entre polvo y paja, en qué vale la pena detenerse y qué sólo amerita un vistazo rápido. Significa poder usar la palabra escrita para argumentar, exponer, rebatir y comunicarse. Implica estar en condiciones de conocerse y de conocer realidades diferentes. También dejarse llevar por la lectura y desconocerse en un mar de emociones sorprendentes, cuestionarse y (re)ubicarse. Frecuentar diversos textos —fáciles y laboriosos— y comprender las relaciones que éstos establecen con otros textos y con sus autores; de los autores con otros autores o con sus contextos; entender los mensajes implícitos; dominar códigos de diferentes discursos... Hoy también implica manejar ciertas tecnologías, lo que en sí mismo exige una constante y casi irracional renovación.

¿Cuántos de los cientos de miles, de los millones de estudiantes y egresados de nuestro sistema educativo pueden considerarse usuarios plenos de la cultura escrita? Es difícil responder a una pregunta de este tipo, entre otras razones porque los criterios para determinar el número de usuarios plenos de la palabra escrita son bastante más complejos y difíciles de instrumentar que los que se usan para determinar el de alfabetizados.

Sin embargo no creo aventurado decir que existe sólo un número muy reducido de ellos. Para no hablar de los otros cientos de miles que fueron expulsados de la escuela, muchos de ellos precisamente por no haber logrado adquirir un mínimo dominio de la lengua escrita.

La constatación de que no basta ser egresado del sistema escolar para ser un usuario pleno de la cultura escrita obliga a preguntarse cómo y dónde se forman éstos. No es una tarea sencilla. Ni siquiera ha sido posible definir con precisión las razones que llevan a unas personas a frecuentar los libros y la lectura, y a otros a rechazarla. A estas tareas se han abocado muchos especialistas. No es clara la respuesta. Y la llave mágica que todos buscan parece escabullirse: no hay una fórmula que abra todas las puertas.

Al parecer es sumamente difícil, si no imposible, identificar en abstracto un conjunto de razones que conducen a la lectura o que nos alejan de ella. En efecto, las razones de leer no pueden aislarse de los lectores.

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