martes, 14 de agosto de 2007

Estudiantes de secundaria

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La tarea de la escuela en esta área está en espejear al adolescente, en ofrecerle una más precisa imagen de sí mismo; o, mejor aún, un espacio para que el joven descubra características de sí mismo. Por otro lado, en la generación de un adulto responsable, la normatividad escolar tiene una clara obligación, la previsibilidad: si el adolescente no sabe con precisión quién es, debe por lo menos saber lo que se espera de él, no en términos generales, sino en términos específicos y anunciados con prontitud. Los mejores lineamientos de trabajo escolar en este momento son aquéllos que contemplan un anuncio de cómo, sobre qué bases y por medio de qué procesos será juzgado un producto escolar o una manera de actuar. Ofrecer desde la escuela un juicio exterior sobre bases entendibles -esto es, un proceso de evaluación claro- es una buena manera de fomentar la formación de una adecuada imagen corporal, lo más rápido posible.

3.3.1.4. El ideal de sí mismo

El cambio es un proceso de realización. El adolescente empieza a ser una serie de cosas sobre las que había fantaseado: se hace un buen jugador de futbol, una chica simpática, una persona con reconocimientos. Pero la realización es la concreción de una de muchas posibilidades. El niño que dice en sus primeros años yo quiero ser astronauta o yo quiero ser barrendero, empieza a alejarse de muchas de sus fantasías sobre sí mismo. Algunas no le son aceptables ya, por lo que ha aprendido del funcionamiento social, otras están fuera de su alcance. Más profundamente: el ideal de sí mismo es inalcanzable, porque al cambiar se define, se realiza un yo, una persona en una cierta dirección. Y descubrirlo lo lleva a un duelo severo en niveles profundos. Tanto como si hubiera muerto un amigo querido (en términos de las vivencias de un adulto), ha muerto una querida persona: un yo que pudo ser. Así que el adolescente se mira al espejo y tiene que asumir, al establecer poco a poco una imagen corporal y una realidad de un yo, que no le será nunca más posible llegar a ser algunas de sus muchas fantasías. No será alto, o no será bombero, o no será Rambo ni un Power Ranger.


3.3.1.5. Duelo por la infancia perdida


Y, finalmente, el cambio es también un proceso de pérdida. Los cambios corporales confrontan al joven con una realidad inevitable y dolorosa: la pérdida del espacio infantil. En principio, el cuerpo infantil ha desaparecido, con su gracia e inocencia. El viaje no tiene ya retorno, por más que un anhelo constante de los hombres y mujeres sea volver a la cueva calientita de donde venimos. De un mundo donde las cosas existen para nosotros, están ahí simplemente para llenar nuestras necesidades y el resto no existe, vamos a un mundo donde todo tiene una dinámica que parece ser independiente de nosotros, que no nos pide opinión y que funciona tanto si nos afecta, lo mismo que si no.

Se han perdido los padres de la infancia, o lo que su imagen representaba: todopoderosos, con capacidad de resolver las más inmediatas necesidades. Se ha perdido la inocencia en favor de un descubrimiento no siempre gozoso, aunque sí más real, del mundo. Se ha perdido la no responsabilidad, la no exigencia, de los primeros años. En realidad, el duelo por la infancia perdida nunca termina. Los adultos no estamos más consolados que los adolescentes; simplemente hemos aprendido a convivir con ese peso y a estructurar nuestra vida sin anhelar esa vuelta imposible. Pero es justo en la adolescencia cuando se recibe el golpe, cuando se percibe la inevitable desaparición de ese mundo originario, idílico. En gran parte, la incapacidad del adolescente de asumir el mundo tal cual es se debe a este proceso de duelo no resuelto. La necesidad de criticar todo, de no aceptar las reglas, de soñar un mundo diferente, vienen de aquí. Lo que no quiere decir que trabajar por un mundo diferente sea tan sólo un anhelo de infancia perdida. Pero, la inadaptación del adolescente parte más de una negación que busca protegerse al no mirar de frente el mundo, que de una conciencia de cambio social. De hecho, la posibilidad de una lucha adulta por cambios sociales supondría una aceptación del fenómeno de la realidad. Aceptar al mundo es un ingrediente indispensable para intentar cambiarlo, porque es imposible cambiar lo que se niega, lo que no se conoce. La escuela tendría que facilitar esa tarea también, reconociendo que aceptar al mundo no implica someterse a él acríticamente, sino conocerlo y confrontar de manera personal nuestra íntima sensación de pérdida por un universo infantil hecho a la medida de nuestra fantasía. El mundo mirado así por el adolescente se ofrece cada día más complejo, lleno de contradicciones. Una de las diferencias fundamentales entre un mundo infantil y un mundo adulto es que éste puede operar lleno de contradicciones: es menos monolítico, más frágil, pero más intolerable a la mente adolescente, que pretende un mundo definido.

Por eso los fanatismos son comunes entre los adolescentes y ellos son tan proclives a ideologías que simplifican al mundo. Quien les promete un mundo de buenos y malos, de blanco y negro, en realidad les promete lo que ya han perdido y aún anhelan: un mundo infantil, simple y estático.

3.3.2. Cambios sexuales

Por supuesto, los cambios corporales manifiestan otro nivel de cambio: el cambio sexual. Si bien es cierto que el cambio sexual es evidente en el cuerpo mismo, es, sin embargo, un cambio más profundo, no simplemente corporal. Aparece el deseo sexual que marcará la vida adulta, no ya un deseo indiferenciado como en el mundo infantil. El sexo opuesto toma su lugar en forma de un objeto de deseo profundo. En los diferentes momentos de la adolescencia toman lugar las diversas etapas del despertar sexual, que comienzan con cambios hormonales y corporales y culminan en una sexualidad genital heterosexual. Y en cada una de esas etapas, el adolescente manifiesta por diversos medios el torbellino en que se encuentra inmerso. Es tan poderosa la emergencia sexual, que desborda la capacidad de control personal del joven. Desde el inicio de la secundaria, vemos alumnos que parecen obsesionados con elementales ideas sexuales. Las palabras mismas que expresan sexualidad son poderosos imanes a los que regresan con recurrencia. Recuerdo un alumno que en un solo día pintó en los cuadernos de más de diez compañeros varias versiones de su aproximación gráfica de órganos sexuales. Algunos inclusive parecían más bien un detallado dibujo de una pesadilla terrorífica. El muchacho en cuestión parecía tener sólo una obsesión: sexo. No cabe duda que se necesitaba alguna acción que permitiera al alumno centrar su fantasía. Era culpable de rayarle los cuadernos a varios compañeros, era responsable también por la indignación de alguna maestra que se sintió con justeza ofendida. ¿Pero era él finalmente culpable?

De nuevo regresamos a la idea de una valoración no adolescente que nos hace pensar en conductas normales como aberrantes. La confrontación con este joven particular versó sobre la importancia de respetar la sexualidad de los demás, y de paso, los cuadernos. Pudo entender porqué una profesora se había sentido ofendida, aunque su intención no fuese por supuesto lastimarla; pudo entender que algunos de sus compañeros estaban en diferentes estadíos de desarrollo sexual y que pintar genitales en sus cuadernos podría no ser con facilidad asumido en forma de chiste o una complicidad de compañeros. En fin, el aprendizaje valió más que el regaño, o su propia vergüenza o el enojo de la profesora (con quien después se habló y entendió que no era algo en su contra). A todos nos ha asustado cómo la edad de vivencias sexuales parece reducirse día con día y creemos que si las cosas siguen así, tendremos alumnos de primero de secundaria haciendo el amor con poses que harían sonrojarse a los practicantes del Kama Sutra. ¿Acaso los adolescentes ahora son más sexuales? Es Probable que no. Su deseo es muy parecido a lo que fue nuestro propio deseo, al de nuestros padres y tatarabuelos. Las posibilidades de expresión han cambiado, eso sí y también la normatividad social. Existe, es cierto, una mayor carga de constante excitación sexual a nivel social. Los adolescentes de ahora tienen acceso a fuentes de más profunda excitación que las que tuvimos nosotros. Hace 10 años era muy difícil encontrar call girls en México, o centros de masajes, en la televisión por cable no se pasaban canales en explícito sexuales, etc. Pero eso tampoco es culpa de los adolescentes actuales. Es la expresión de una sociedad más compleja, donde la anterior moralidad social no opera, sino otra que tal vez compartimos o no, pero que es por definición más explícita.

¿Qué nos queda por hacer en tanto educadores? Muy poco: en primer lugar entender que la sexualidad está intrínsecamente ligada a una valoración moral y que no es en la escuela donde se construye la moralidad sexual, sino en la familia. Actuar como paladín de una moralidad que nos ha servido en términos personales no hará sino alejarnos de los adolescentes y, en algunos casos, invadir el espacio no negociable de la intimidad sexual de la persona. Es cierto que en la normatividad escolar tiene que estar contemplada una reglamentación en relación con los actos de carácter más o menos sexual que los adolescentes puedan desempeñar en instalaciones escolares. Y es cierto también que esa normatividad tiene en común un carácter operativo y moral. Pero, es muy importante no confundir aquí el papel de la escuela. La educación escolar puede plantear guías de una educación sexual en los niveles informativos, nunca morales. Esa es una tarea de la persona, en primer lugar, y de la familia. La escuela tiene, en todo caso, la obligación de normativizar la caracterización y diferenciación del entorno escolar como un entorno no sexualizado. En otras palabras, es necesario que la escuela -que tiene que ser neutral en materia de moralidad sexual, para permitir la confluencia de adolescentes con muy diversa educación sexual familiar y muy diversas valoraciones morales- plantee a sus alumnos la necesidad de establecer que aquello que deba ser privado no pueda ser público, y el hecho de que el espacio escolar es por definición público. Para el profesor, ello implica que debe abstenerse de tratar de normar o comentar de modo valorativo la actividad sexual de sus alumnos, en tanto ellos tengan claro que su actividad sexual debe mantenerse fuera del entorno escolar, un entorno que se acepta neutralizado en términos de vida sexual.

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